05 maio, 2025

Tako nyūdō (蛸入道)


I
Atravesé un umbral espeso como sopa de invierno: cálido, viscoso, lleno de algo que no sabía si era miedo o resignación. El pulpo tenía nombre antiguo y ojos sin párpados. Tako Nyūdō. Su barba goteaba sombra, su tacto era lento como el pensamiento que llega cuando ya es tarde. Todo lo arrastraba: los gestos, la inocencia, los bordes. Y sin embargo, en el centro de mi mente había un jardín. Un espacio mínimo donde florecían aquello que no sabían de tentáculos, un estanquecon peces que hablaban en voz baja, una banca de piedra donde me sentaba a mirar pasar el viento. El pulpo no podía entrar. Tocaba el vidrio de esa imaginación, pero no podía respirar allí. Mientras mi cuerpo cedía, algo dentro se mantenía firme. Silencio verde. Resistencia floral. Y así, mientras me deshacía afuera, algo seguía creciendo adentro.
II
Tako Nyūdō se diluye en un mar de tinta blanca. Se disuelve como el borde de un ideograma mal trazado. Se evapora entre las flores nocturnas de un jardín donde solo habite la calma antigua de las cosas que no duelen.
III
En la iglesia del Tránsito, la luz cae como si no supiera que adentro hay fantasmas. Marcial Maciel come helado con mi abuela. Ella le ofrece una servilleta rosada, sonríe como todos los domingos en la Colonia del Valle. Afuera, las burbujas flotan desde el puesto. Suben como pensamientos leves, como risas que no saben lo que esconden. El helado gotea. Un charco dulce se forma al pie del banco, pegajoso, casi sagrado. Mis primas y yo los miramos desde el Kiosko, con una paleta de tamarindo en la mano y un nudo de sombra en la garganta. ¿Quién ha escondido el jardín? ¿Quién le puso cortinas al cielo? El horror a veces tiene forma de día común: el timbre de la bicicleta, una bolsa de mandado, la campana que anuncia misa. Todo se mueve con naturalidad, menos mis ojos, que no parpadean.
IV
Los domingos saben a metal. El jardín no florece en lunes. La niña tampoco.
V
Me despierto con la lengua dormida. No es parálisis, es otra cosa: como si una palabra no dicha se hubiera quedado a vivir ahí. Una raíz dorada, un algo que no puedo pronunciar.
VI
Tako Nyūdō dobla sus tentáculos como si tejiera un secreto. Murmura un nombre que no puedes pronunciar — se disuelve en tu lengua como el eco ácido de un durazno olvidado. Hay un filo en la dulzura.
 
Perdida.
Perdida.
Perdida.
 
Cada sílaba cae como fruta madura al fondo de la boca.
VII
Tako Nyūdō guarda mangos detrás del biombo, como si allí escondiera lo último bello del mundo. La pulpa respira, mínima, dorada, apenas tibia. Algo en el aire se detiene: ¿qué oculta el jardín cuando nadie lo nombra? El aroma es una promesa truncada. El monstruo mira en silencio.
VII
Cuando ella duerme, el jardín se expande por las paredes, cubre los enchufes, lame los rincones. Las flores crecen con rostros. Una le dice al oído: «Él también quiso ser bello».
 
 
Valeria Pazos
 
 
I
Atravessei um limiar espesso como sopa de inverno: quente, viscoso, cheio de algo que não sabia se era medo ou resignação. O polvo tinha nome antigo e olhos sem pálpebras. Tako Nyūdō. Sua barba gotejava sombra, seu toque era lento como o pensamento que chega quando já é tarde. Arrastava tudo: os gestos, a inocência, as bordas. E ainda assim, no centro da minha mente havia um jardim. Um espaço mínimo onde floresciam os que não sabiam dos tentáculos, uma lagoa com peixes que falavam em voz baixa, um banco de pedra onde me sentava a ver o vento passar. O polvo não podia entrar. Eu tocava no vidro dessa imaginação, mas não conseguia respirar ali. Enquanto o meu corpo cedia, algo dentro de mim se mantinha firme. Silêncio verde. Resistência floral. E assim, enquanto me desfazia fora, algo continuava a crescer dentro.
II
Tako Nyūdō dilui-se num mar de tinta branca. Dissolve-se como a borda de um ideograma mal traçado. Evapora-se entre as flores noturnas de um jardim onde só habite a calma antiga das coisas que não doem.
III
Na igreja do Trânsito, a luz cai como se não soubesse que há fantasmas dentro. Marcial Maciel come gelado com a minha avó. Ela oferece-lhe um guardanapo cor-de-rosa, sorri como todos os domingos em Colonia del Valle. Lá fora, as bolhas flutuam do posto. Sobem como pensamentos leves, como risos que não sabem o que escondem. O gelado goteja. Uma poça doce forma-se ao pé do banco, pegajosa, quase sagrada. As minhas primas e eu olhamos para eles do quiosque, com uma palete de tamarindo na mão e um nó de sombra na garganta. Quem escondeu o jardim? Quem colocou cortinas no céu? O horror às vezes tem a forma de dia comum: a campainha da bicicleta, um saco de sentimentos, o sino que anuncia a missa. Tudo se move com naturalidade, menos os meus olhos, que não piscam.
IV
Os domingos sabem metal. O jardim não floresce à segunda-feira. A menina também não.
V
Acordo com a língua adormecida. Não é paralisia, é outra coisa: como se uma palavra não dita tivesse ficado a viver aí. Uma raiz dourada, um algo que não posso pronunciar.
VI
Tako Nyūdō dobra os seus tentáculos como se estivesse a tecer um segredo. Murmura um nome que não se consegue pronunciar - dissolve-se na língua como o eco ácido de um pêssego esquecido. Há uma lâmina na doçura.
 
Perdida.
Perdida.
Perdida.
 
Cada sílaba cai como fruta madura no fundo da boca.
VII
Tako Nyūdō guarda mangas atrás do biombo, como se aí escondesse o último belo do mundo. A polpa respira, mínima, dourada, quase morna. Algo no ar se detém: o que esconde o jardim quando ninguém o nomeia? O aroma é uma promessa truncada. O monstro olha em silêncio.
VII
Quando ela dorme, o jardim expande-se pelas paredes, cobre as tomadas, lambe os cantos. As flores crescem com rostos. Uma diz ao ouvido de outra: «Ele também quis ser belo».